Por: Martín Morales Barahona, abogado del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos
En medio de una creciente crisis hídrica y de desigualdad en el acceso al agua potable en América Latina, dos sentencias judiciales recientes —una en Colombia y otra en Chile— han marcado un punto de inflexión al reconocer explícitamente el acceso al agua potable como un derecho humano fundamental. Lo interesante es que, sin necesidad de reformas constitucionales o leyes específicas, los tribunales están adelantándose a los poderes legislativos y administrativos, dando contenido y exigibilidad a este derecho desde la jurisprudencia.
El caso colombiano es ilustrativo. El 5 de mayo de 2025, la Corte Constitucional de Colombia emitió la Sentencia T-161/2025, en favor de una persona mayor, en situación de pobreza extrema, que no tenía acceso al agua en su hogar rural. La empresa EMCALI había eliminado una conexión informal, argumentando su ilegalidad y la ubicación del asentamiento fuera del plan regulador. Sin embargo, el tribunal priorizó la dignidad humana y el derecho al mínimo vital, señalando que, incluso frente a condiciones irregulares o a la falta de planificación urbana, el derecho al agua no puede ser ignorado. La Corte recurrió al derecho internacional de los derechos humanos, en particular a la Observación General N°15 del Comité DESC, y al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), para cimentar su fallo.
En Chile, aunque no existe aún un reconocimiento explícito del derecho al agua potable en la Constitución, la Corte de Apelaciones de Copiapó —en la causa Rol N° 131-2020— adoptó un enfoque convergente. Ante el recurso interpuesto por una ciudadana a la que se le había suspendido el servicio por no pago y a quien la municipalidad negó una repactación de deuda, la Corte resolvió restablecer el suministro en un plazo máximo de 24 horas. Lo hizo con base en el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, recordando que el acceso al agua es condición esencial para su ejercicio. El tribunal también hizo referencia a la Declaración de la ONU de 2010, el PIDESC, la Observación General Nº15 y al propio comportamiento del Estado chileno en políticas sanitarias.
Ambas decisiones, desde diferentes sistemas jurídicos, dialogan entre sí y confluyen en un punto central: el acceso al agua potable es un derecho justiciable, no un privilegio condicionado por formalidades administrativas, deudas o carencias de planificación. En ambos casos, los afectados pertenecían a grupos vulnerables, y la Corte aplicó un estándar más estricto de protección, reconociendo que la ausencia del servicio tenía origen en una omisión estatal.
Este tipo de fallos plantea una pregunta inquietante: ¿por qué aún no reconocemos de forma expresa el derecho al agua en nuestras constituciones, si los tribunales ya actúan como si así fuera? Y otra, no menor: ¿basta con garantizar 50 litros diarios por persona, como ordenó la Corte colombiana, para cubrir dignamente las necesidades humanas y domésticas?
Estamos, sin duda, frente a un fenómeno de convergencia jurisprudencial que interpela al poder político. El derecho al agua potable ha dejado de ser una aspiración ética o un objetivo programático; hoy se convierte, en la práctica, en una obligación concreta para el Estado, sin excusas geográficas, técnicas o presupuestarias.
Queda por discutir si estos fallos reflejan también una forma de discriminación estructural hacia ciertos grupos y territorios. Pero lo cierto es que, con estas sentencias, los tribunales no solo interpretan el derecho: lo expanden y lo hacen realidad para quienes más lo necesitan.